Como un impune detritus
a quien ya sólo devorase la raquídea jauría de los cerrojos bajo la
   almohada,
o como un nudo de élitros inflexibles decantados por el quicio
   de los vertederos
en el balbuceo del terror y de la paradoja,
o incluso más aún como el hambriento que se expande hasta el límite
   de la luxación
debatiendo con un ilícito estrépito de pasajes,
así continúo, sin obstáculos,
hasta impregnar mi refugio de exiliado en los estigmas,
hasta vislumbrar los túneles que encauzan minuto a minuto a la oscuridad,
hasta morder en la luz en que el mendigo suicida los
   volúmenes del insomnio
para poder sucumbir sin ningún impulso.
Esa es mi mejor réplica tras la única trayectoria que se bifurca cada estación hacia
   el mismo ahondamiento
en donde la fuerza se aparea con su detonador de insumisa.

Ella me acompaña envuelta de sombra crónica,
movida por la giratoria obscenidad del jadeo que no se escinde jamás,
y sus pupilas abruptas, ciñéndose en el trisquel nítido de otros horizontes,
evidencian una pesadez paliativa,
un cráter como de ásperas costuras aprovechadas para el ataque.
Yo me adentro hacia esas expansivas empuñaduras de
   odio que me inyectan de nuevo mi propio veneno,
aunque he de resistir
lo mismo que un cauce obstruido por los melanomas del exceso
   en una cripta,
al inicio informe de la narcosis,
hasta un acorde que hoy es la metralla que me engalana y
   nadie más ve.
Y es que hoy ella deshilvana con esta pequeña presión al émbolo la
   ventisca del origen
y taja profundamente las visionarias nervaduras de los trances.

Aún así, esta raíz del espíritu donde me instalo,
estos pozos sin razón en donde habito con el tiempo del
   exterminio,
estas mortajas que insisten y se pliegan de pronto para equiparar un
   silencio semejante a mi final,
me reducen de nuevo a la cueva de fauces que deglute cada
   motivo por el motivo en que perezco.

texto: Alberto Dávila Vázquez